Dibujaste cada surco
de mi rostro, cada sombra, cada brillo.
Lavaste mis legañas
cada mañana, diluyendo mis inseguridades y preocupaciones.
Izaste el velamen que
empuja mi alma en busca de la verdad,
y continúa henchido
por tu aliento.
Por ti conocí la luna
en mi jardín,
la poesía, los
cantautores de guitarra y bombín,
que los tesoros no
son de oro y están llenos de polvo.
Por ti aprendí a escribir
sin pluma ni papel,
a mirar a los ojos
sin asustarme,
a confiar en mí, a levantarme,
y sin previo aviso echaste
a volar,
persiguiendo los
atardeceres que te estaban esperando.
Hoy, tus versos aún
cicatrizan sobre mi piel mostrando una ruta de viaje, dónde debo ir.
Tus palabras calan en
mí como la espuma se filtra sobre la arena, desnuda y sin costras.
Desenterrando
opérculos que naufragaron como lágrimas resbalando por tu mejilla hasta la
orilla, conmovida por el ir y venir de las olas, por su violenta fragilidad.
Los días siguen
pasando,
no hay manera de
frenar esto, de asimilarlo.
Sólo me queda la
presencia de una gaviota sobrevolando mi cabeza,
su estela en el cielo,
saber que tras algún
cúmulo escudriñas mi camino,
preparando tus alas
blancas por si tropiezo.
Ella viene y va,
acompasando el
recuerdo de aquellas olas que la visitaban.
Vuela libre, en
ocasiones demasiado lejos,
y en ese instante te
sientes perdido,
como el niño que
escondes.
Soltaste mi mano demasiado pronto.
Piensas abrazando su
ausencia.
No estás solo. Escuchas
Y una leve brisa te
quita la pena de una caricia.
Miras al cielo, la
gaviota no está.
No estás solo. Repites aún algo asustado
Aprietas los puños y
los dientes
y la sombra
de un ave cruza veloz la Tierra.
Estás ahí. Suspiras,
y sigues adelante.
SANTIAGO DE HEVIA
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