Más allá del aeropuerto, se esconde
a la
sombra de rascacielos fríos y azules,
una ciudad fantasma con almas
desesperadas
que perdieron su piel y sus huesos,
que desaparecieron de la luz.
Nadie ve su rostro, nadie escucha su voz,
nadie pronuncia su nombre.
Son hijos de historias abrumadoras,
azotados por la vida en cada parpadeo.
Languidecen de olvido inmersos en el
viento
como cometas encallados entre nubes.
No obstante, una noche persiguiendo una
rosa
me topé con las puertas oxidadas de la
ciudad,
y una ligera brisa me arrastró dentro.
No encontré árboles de ceniza,
espantapájaros
ni cuervos azabache esperando su carroña.
No encontré telarañas, densa bruma,
ni una risa espeluznante en cada esquina,
sino jardines de ensueño de una belleza
frágil
que tirita como el reflejo del sol sobre
el océano.
La ciudad, habitada por artistas,
cuentacuentos,
e ilusionistas de un ingenio ajeno a este
siglo,
vive sin tiempo, donde todo sucede en un
suspiro
y permanece inmutable en la eternidad.
Vinieron a mi encuentro; hombres grandes,
hombres pequeños, hombres de mirada
penetrante,
hombres abatidos, hombres de larga barba,
hombres negros, azules y rojos.
Pero todos, hombres buenos,
de corazones aterciopelados y magullados.
Pronunciaron mi nombre y pude perderme en
la profundidad de sus ojos,
pude experimentar historias imposibles,
grandes leyendas que nadie escribirá.
Y me vi tan pequeño, que la felicidad no
cabía en mí.
No por sentirme pequeño, sino por
descubrir que la grandeza
se encuentra en lo más sencillo.
SANTIAGO DE HEVIA
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