lunes, 1 de octubre de 2018

Ciudad Esperanza






Más allá del aeropuerto, se esconde 
a la sombra de rascacielos fríos y azules,
una ciudad fantasma con almas desesperadas
 que perdieron su piel y sus huesos,
que desaparecieron de la luz.

Nadie ve su rostro, nadie escucha su voz,
nadie pronuncia su nombre.
Son hijos de historias abrumadoras,
azotados por la vida en cada parpadeo.
Languidecen de olvido inmersos en el viento
como cometas encallados entre nubes.

No obstante, una noche persiguiendo una rosa
me topé con las puertas oxidadas de la ciudad,
y una ligera brisa me arrastró dentro.
   
No encontré árboles de ceniza, espantapájaros
ni cuervos azabache esperando su carroña.
No encontré telarañas, densa bruma,
ni una risa espeluznante en cada esquina,
sino jardines de ensueño de una belleza frágil
que tirita como el reflejo del sol sobre el océano.

La ciudad, habitada por artistas, cuentacuentos,
e ilusionistas de un ingenio ajeno a este siglo,
vive sin tiempo, donde todo sucede en un suspiro
y permanece inmutable en la eternidad.

Vinieron a mi encuentro; hombres grandes,
hombres pequeños, hombres de mirada penetrante,
hombres abatidos, hombres de larga barba,
hombres negros, azules y rojos.
Pero todos, hombres buenos,
de corazones aterciopelados y magullados.

Pronunciaron mi nombre y pude perderme en la profundidad de sus ojos,
pude experimentar historias imposibles, grandes leyendas que nadie escribirá.
Y me vi tan pequeño, que la felicidad no cabía en mí.
No por sentirme pequeño, sino por descubrir que la grandeza
se encuentra en lo más sencillo.



SANTIAGO DE HEVIA




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