domingo, 16 de junio de 2019

La Tormenta






La luz crepuscular se fue adueñando del cielo, como si cerrase los parpados de frío, negándose a ver lo que sucedería. Aun así, el osado e intrépido capitán escudriñaba el horizonte henchido de orgullo, desafiando a la oscuridad, al diablo y a la muerte. Había navegado surcando los siete mares con su Princesa, un hermoso galeón de cuarenta metros de eslora, desde hacía años.

Filipinas, India, Chile, Perú, no había huracán en el vasto océano que estremeciese al navío. Su confianza era tal, que la proa cortaba las olas atravesándolas como si fuese una espada hundiéndose en la carne del enemigo. El capitán despreciaba la tierra, se sentía invencible, dueño del mundo y a su vez libre de todo. No deseaba nada, navegar era lo único que hacía de esta vida algo por lo que seguir luchando.      

El mar estaba de su parte, ¿quién se hubiese atrevido a desviar el rumbo del anciano y testarudo capitán que recupera la juventud en su mirada, acariciando la madera, sosteniendo el timón con firmeza, corriendo la espuma y la sal por sus venas? ¿Por qué nadie escribió sobre ellos?

A bordo de aquella majestuosa nave, el capitán había descubierto los rincones más bellos del planeta, los amaneceres más dulces y los atardeceres más apasionados. Pero una tarde llena de inquietud, el ocaso se deslizó en la penumbra y desató una lágrima amarga. El capitán aferrándose a su Princesa miró a los cielos, las nubes se retorcían sobre ellos, grises y negras, como si estuviesen cargadas de ira. Se hizo el silencio, no se escuchó ni el murmullo del oleaje, ni el graznido de las gaviotas. De pronto, la lluvia se precipitó sobre ellos como un enjambre de flechas, el viento embistió con toda su furia y el mar intentó devorarlos.

El capitán contemplaba confuso aquellas olas monstruosas que se alzaban echando espuma por la boca y trataban de hacer añicos lo que más amaba. Sus manos cuarteadas por las inclemencias del tiempo se aferraban al timón con todas sus fuerzas, como si al soltarlo pudiese perderla para siempre. Apenas lograba abrir un resquicio de ojos enrojecidos por la angustia y la sal. La fuerza del océano era tal, que aquel timón que en tantas ocasiones le había guiado, dejó de responder, era ingobernable, estaba perdido.

¡¡¡BROOOM!!!

Un golpe seco le hizo casi caer por la borda desde la encastillada popa. Se quedó inmóvil, tendido sobre cubierta, abandonando cualquier atisbo de esperanza. Sin duda Dios le castigaba, ¿quién osaba sentirse invencible ante Él? La rabia y la desesperación lo dejaron extenuado, y una lágrima, que no pudo apreciarse entre la lluvia infinita, resbaló sobre su mejilla.

Despertó, algo conmocionado pero con fuerzas suficientes para lograr levantarse. La tormenta había cesado y el cielo clareaba despacio. Princesa había encallado contra un arrecife, pero seguía a flote. El capitán tragó saliva con dificultad, tratando comprender por qué seguía vivo. Por primera vez en muchísimos años sintió la soledad más oscura, se pasó las agrietadas manos por un rostro desencajado que no reconoció. ¿Dónde estoy? se preguntó. Buscando en sí mismo al bravo capitán que se había disipado junto con la tormenta.

Recordó aquellos días en los que navegaba persiguiendo amaneceres, en los que la quilla arañaba la curvatura como el amante desenfrenado, dejando tras de sí una estela de imposibles. La recordó con nostalgia, con la gratitud de quien te ofrece una vida, y la rabia de quien te la arrebata.     

La pleamar y una suave brisa, ayudaron a Princesa a salir de los incisivos del arrecife. El navío se enderezó y reanudó la marcha rumbo al Sur. Pero el capitán titubeó, miró con desconfianza a babor y estribor, clavó sus ojos en el cielo preguntándose:

¿Resistirá la travesía?
¿Volverá a por mí?
¿Podremos soportar una nueva tormenta, o esta vez acabaré en las profundidades?

Eran preguntas sin respuesta. Sólo el océano conoce qué está por llegar.

La mano del capitán asió de nuevo el timón, con la firmeza del que está dispuesto a morir en combate. Sintió aquella madera desgastada y sin barniz, y dejándose llevar por la inconsciencia de un enamorado, clavó su mirada en el horizonte.     




SANTIAGO DE HEVIA

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