martes, 20 de diciembre de 2011

un verano lejano




Fue un día de aquel verano en el que el sol doraba el camino de espigas que recorrían las ruedas de mi viejo coche hasta tu casa. Yo te esperaba a las 4 sentado en las escaleras del porche de tu casa hasta que salías con ese hermoso vestido corto de flores verdes y un pañuelo blanco te recogía el pelo. Tu padre veía las noticias y leía prensa al mismo tiempo, mientras, tu madre estaba preparando café y desde la sucia ventana de la cocina contemplaba como nos escapábamos dejando una estela de tierra y polvo a nuestro paso.

El viento te azotaba el pelo, el capó azul ardía rugiendo con brillo metálico, y la solitaria carretera se extendía con el apoyo de querer ser cómplice. Te apoyabas en mi hombro mientras buscábamos la libertad absoluta, sabiendo que en unas horas debíamos regresar. Pero el reloj de arena despistaba cada grano poniendo el tiempo a nuestro favor. Mientras se perdía la carretera en nosotros, me envolvía un hálito de esencia mezclada entre flores silvestres de mediodía y olor a jabón que emanaba tu cuerpo. Mis dedos jugaban con el pelo que te caía sobre el hombro para poder abrigarlo, suspiraba sonriendo y los ojos que vivían en el retrovisor me miraban envidiando la suerte que tenía. Aparcamos cerca de un viejo granero de madera roja. Ya conocíamos aquel lugar, de pequeños habíamos venido alguna vez con nuestros padres que solían hacer un picnic de vez en cuando. Solíamos columpiarnos en un neumático que estaba sujeto a un gigantesco árbol por una cuerda, y nos bañábamos en un río que no queda muy lejos de aquí, luego nos secábamos corriendo por la hierba bajo el sol. Recuerdo que fue en este mismo lugar la primera vez que nos conocimos. Te confieso que al principio no entendía porque me obligaban a hacerme amigo de una niña, y que encima no conocía. Pero tu chulería hizo despertar mi curiosidad.

Ahora casi diez años después, estamos de nuevo aquí y apenas quedan retazos de aquella cuerda del columpio atada en una rama. Tu cuerpo es diferente pero tus ojos siguen siendo los mismos. Volvemos al río, y vemos nuestro recuerdo jugando en el agua, me miras, y te abrazo por detrás. Nos descalzamos para que nuestros pies se entierren en el agua, curiosamente todavía quedan mariposas que saben volar, y mientras hablamos de qué habríamos hecho si no nos hubiésemos conocido, el sol nos brinda con un atardecer de lienzo. De pronto, un beso estalla en nuestros labios bajo el murmuro de un río cargado de ternura y pasión aun joven todavía. Mi camisa de cuadros fue la almohada que despertó el sueño de descansar perdido en ti, y buceando en tu mirada hicimos callar al río y al viento que agitaba las hojas, y sólo se escuchó nuestra respiración fundiéndose en una sola, y el crujir de unas ramas bajo nosotros. Entre caricias anocheció, y aunque exhaustos pero felices de poder amarnos, nos limpiamos la ropa de hojas y polvo, y tomamos de nuevo la ruta a tu vieja casa blanca de madera. Los faros apenas iluminaban la carretera, tú te dormiste plácidamente sobre mi hombro, y deseé que jamás acabase ese verano. 


SANTIAGO DE HEVIA

No hay comentarios:

Publicar un comentario