miércoles, 30 de noviembre de 2011

el mito de la caverna de Alicia



Joaquín podría ser su nombre, y a sus treinta y siete  años de edad, es profesor de Ciencias Políticas en la Complutense. Vive con su mujer en el 113 de Bravo Murillo, un piso poco modesto de techos nobiliarios y calefacción fría, justo debajo de un joven pianista que trata de encontrar melodías de Debussy entre whiskys de baja calidad. Joaquín es un hombre de los de antes, aunque a veces crea comprender a sus alumnos por su fracasado intento de aparentar seguir siendo ese joven de vaqueros desgastados, y porque la sabia y torpe experiencia de la vida le enseñó a ver el mundo desde una ventana más alta. Cada noche, después de una cena tragando palabras rotas y bajo la almibarada voz del telediario, se dispone a escribir bajo la inspiración del Marqués de Cáceres, una novela que le devuelve aquella vida y aquellos sueños que se habían escapado. Mientras, su joven y hermosa esposa Alicia, se cubre con un edredón sobre una cama que se le torna extensa y vacía como un trigal en invierno. 

Alicia, de veintinueve años, es profesora en una escuela de niñas de uniforme de cuadros, la misma en la que ella se educó también. Enseñan literatura, matemáticas, música y geografía entre otras, pero en sus programas se olvidaron incluir a Neruda, Tolstoi, Grecia, o los Beatles. Alicia nada mas acabar la carrera se casó, y después de trasladar sus cosas de casa de sus padres a casa de su marido, no comprendió en su mirada inocente que sus plumas de niña marchitarían por no haber aprendido a volar. Tras la caída de las hojas del árbol del calendario, hubo más silencio, más distancia, más miedo a despertar y ver que nada había sido un sueño y todo era real. Como buena católica y esposa, deseaba tener un hijo, tal vez él trajese calor a su vida, tal vez fuese la solución, tal vez su marido volviese a ser aquel del que ella una vez se enamoró, pero su gélido vientre de cuchillos azules y solitarios, albergaba una caverna sin mito, sin eco, y sin esperanza. El hombre que se acostaba a su lado era un completo desconocido que la mataba cada noche de sobredosis de indiferencia. Cómo podría respirar en aquel viciado aire sin oxigeno,  cómo podría sin cortarse los labios volver a sonreír, cómo podría su alma resucitar para darle aliento de nuevo. Que ingenua había sido al creer que aquel amor que los unía de jóvenes, crecería y se haría más fuerte cada vez. No diré que él no la amaba, pero apenas era un vago recuerdo que no compartiría con su mujer. Cómo iba a decirle “te amo” si al mirarla, se había desvanecido aquella a la que amaba en su recuerdo, su mirada se había nublado, su piel se había cuarteado, y su corazón luchaba exhausto por cada latido. A ella de qué le servía que su marido amase su recuerdo, si aunque luchando por acentuar su belleza, su mirada apenas la encontraba.
Alicia apenas era una chiquilla, pero en su día a día fue sintiéndose cada vez más anciana. Sus pies ahora pesaban como plomo, cada movimiento no encontraba una razón para hacerlo, había entregado tanto, había amado tanto, que jamás había podido conocerse ella misma, y ahora apenas era una sombra para aquel hombre del que se enamoró ciegamente, y para ella misma. Quizá un día hace no mucho tiempo, ella soñó con lograr grandes cosas, mirando al cielo y sintiéndose una parte importante de este mundo. Quizá hubo un día en el que sentía que era capaz de todo, y sus ojos se empapaban de orgullo y felicidad. Pero si hubo un día, Alicia lo olvidó. Ella juró que lo amaría y respetaría, y no hubo un día en el que no dejase de hacerlo, a pesar de las incesantes lágrimas y discusiones. Ella, porque le respetaba, decidió apartarse para darle el espacio que necesitaba, y así pudo amarlo en silencio. Pero aunque ya no había gritos, las almohadas continuaban empapadas de lágrimas. No era algo pasajero como ella pensó en un principio, cada día la distancia les iba apartando más y más y más. Ella que vivía por y para él, había perdido el destino de su amor, y mientras caminaba sin rumbo y a la deriva, se comenzó a despreciar por no haber sido capaz de mantener esa vida envidiada por todos. 

¿Quién podría ser si no soy esa chica enamorada? ¿Quién cuidaría de mi, si él ya no está a mi lado? ¿Cómo sobrevivir si he perdido lo que más amaba y mi razón para vivir? Escribía en su diario de palabras temblorosas y tinta corrida.        
     
Un domingo por la mañana, el sol pintaba trazos en el suelo a través de la persiana, y Alicia se despertó sola después de muchas noches sin dormir. Sus ojos deshidratados juraron no volver a llorar, abrazó a la almohada, se tomó una ducha de media hora para limpiar y purificarse de todo resquicio de sabor amargo, y pintándose los labios de rojo carmesí, dijo adiós a la tristeza. Tal vez fuese una locura, pero se sentía más viva que nunca, sentía que por primera vez llevaba la riendas de su vida, y aunque no sabía donde ir, estaba dispuesta a no dejar que el miedo ganase otra vez la partida. Preparó una maleta con sus vestidos de primavera, y en una nota cargada de coraje se despidió de Joaquín. En la calle soplaba una brisa fresca, desconocidos miraban a aquella muchacha que no dejaba de sonreír, y que apenas esperó dos minutos para ver aparecer el próximo taxi como su billete de lotería ganador. Después de que la hubiesen ayudado a cargar la maleta detrás, se sentó y suspiró tranquila. Las manos aun le temblaban de emoción, y se propuso no volver la vista atrás. Nuestro querido gorrión había conseguido abrir su jaula y estaba apunto de echar a volar. Había conseguido fundir las cadenas y cortar la soga que la asfixiaba, y una vida nueva comenzaría en una nueva ciudad, un nuevo camino sin explorar, el de encontrarse a si misma, el de volverse a amar, el de sentirse dueña del mundo y no rendirse jamás.
Sonrío, y sin volver la vista atrás, dijo: 

A la estación de Atocha, por favor.





SANTIAGO DE HEVIA 

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