La luz crepuscular se fue adueñando
del cielo, como si cerrase los parpados de frío, negándose a ver lo que
sucedería. Aun así, el osado e intrépido capitán escudriñaba el horizonte
henchido de orgullo, desafiando a la oscuridad, al diablo y a la muerte. Había
navegado surcando los siete mares con su Princesa,
un hermoso galeón de cuarenta metros de eslora, desde hacía años.
Filipinas, India, Chile, Perú, no
había huracán en el vasto océano que estremeciese al navío. Su confianza era
tal, que la proa cortaba las olas atravesándolas como si fuese una espada
hundiéndose en la carne del enemigo. El capitán despreciaba la tierra, se
sentía invencible, dueño del mundo y a su vez libre de todo. No deseaba nada, navegar
era lo único que hacía de esta vida algo por lo que seguir luchando.
El mar estaba de su parte, ¿quién
se hubiese atrevido a desviar el rumbo del anciano y testarudo capitán que
recupera la juventud en su mirada, acariciando la madera, sosteniendo el timón
con firmeza, corriendo la espuma y la sal por sus venas? ¿Por qué nadie
escribió sobre ellos?
A bordo de aquella majestuosa nave,
el capitán había descubierto los rincones más bellos del planeta, los
amaneceres más dulces y los atardeceres más apasionados. Pero una tarde llena
de inquietud, el ocaso se deslizó en la penumbra y desató una lágrima amarga.
El capitán aferrándose a su Princesa
miró a los cielos, las nubes se retorcían sobre ellos, grises y negras, como si
estuviesen cargadas de ira. Se hizo el silencio, no se escuchó ni el murmullo
del oleaje, ni el graznido de las gaviotas. De pronto, la lluvia se precipitó
sobre ellos como un enjambre de flechas, el viento embistió con toda su furia y
el mar intentó devorarlos.
El capitán contemplaba confuso
aquellas olas monstruosas que se alzaban echando espuma por la boca y trataban
de hacer añicos lo que más amaba. Sus manos cuarteadas por las inclemencias del
tiempo se aferraban al timón con todas sus fuerzas, como si al soltarlo pudiese
perderla para siempre. Apenas lograba abrir un resquicio de ojos enrojecidos
por la angustia y la sal. La fuerza del océano era tal, que aquel timón que en
tantas ocasiones le había guiado, dejó de responder, era ingobernable, estaba
perdido.
¡¡¡BROOOM!!!
Un golpe seco le hizo casi caer por
la borda desde la encastillada popa. Se quedó inmóvil, tendido sobre cubierta,
abandonando cualquier atisbo de esperanza. Sin duda Dios le castigaba, ¿quién
osaba sentirse invencible ante Él? La rabia y la desesperación lo dejaron
extenuado, y una lágrima, que no pudo apreciarse entre la lluvia infinita,
resbaló sobre su mejilla.
Despertó, algo conmocionado pero
con fuerzas suficientes para lograr levantarse. La tormenta había cesado y el
cielo clareaba despacio. Princesa había
encallado contra un arrecife, pero seguía a flote. El capitán tragó saliva con
dificultad, tratando comprender por qué seguía vivo. Por primera vez en
muchísimos años sintió la soledad más oscura, se pasó las agrietadas manos por
un rostro desencajado que no reconoció. ¿Dónde
estoy? se preguntó. Buscando en sí mismo al bravo capitán que se había
disipado junto con la tormenta.
Recordó aquellos días en los que
navegaba persiguiendo amaneceres, en los que la quilla arañaba la curvatura
como el amante desenfrenado, dejando tras de sí una estela de imposibles. La
recordó con nostalgia, con la gratitud de quien te ofrece una vida, y la rabia
de quien te la arrebata.
La pleamar y una suave brisa,
ayudaron a Princesa a salir de los
incisivos del arrecife. El navío se enderezó y reanudó la marcha rumbo al Sur.
Pero el capitán titubeó, miró con desconfianza a babor y estribor, clavó sus
ojos en el cielo preguntándose:
¿Resistirá la travesía?
¿Volverá a por mí?
¿Podremos soportar una nueva tormenta, o esta vez acabaré en las
profundidades?
Eran preguntas sin respuesta. Sólo
el océano conoce qué está por llegar.
La mano del capitán asió de nuevo
el timón, con la firmeza del que está dispuesto a morir en combate. Sintió
aquella madera desgastada y sin barniz, y dejándose llevar por la inconsciencia
de un enamorado, clavó su mirada en el horizonte.