jueves, 17 de mayo de 2012

Recuerdo



Recuerdo la primera vez que te vi, en aquel parque de columpios oxidados y bancos azules astillados, con tu vestido embarrado, y el pelo recogido refugiando olas de verano. Estabas con dos amigas del alma, de esas que con los años dejas de hablar, y que ahora apenas consigo distinguir un borroso rostro en mi imaginación. Yo, reconozco que era un muchacho que se enamoraba constantemente, ya podía ser una vecina, la hermana de algún amigo, o una que cruzase por la misma calle que yo, pero tú te llevaste la palma. No diré que fue algo hermoso y mágico, ni que sonaban melodías en mi cabeza. No sonreía a todas horas, y si tuve mariposas en el estomago, seguramente estaban en mal estado porque me provocaron una grave indigestión. No quería comer, no quería dormir, y me avergonzaba de no ser el valiente que siempre he creído ser. Cuando estabas a mi lado apenas lograba pronunciar una palabra, y si la pronunciaba, siempre era algo que nunca quería decir, entonces solía hacer el tonto para tratar de disimular lo tonto que realmente era. Una tortura continua. Sin duda, el amor es la mejor forma de conocer el dolor y la incertidumbre.
Quizás me ayudó tu efímera belleza, tu naturalidad tan auténtica, tu risa con lengua que los inviernos y los libros de barcos fueron apagando. Y aquí me encuentro hoy, recordándote, en el mismo castillo de poca seguridad en el que me encerraste. ¿Recuerdas?
 Aquella noche fría que me pediste el jersey de rombos, era mi momento de complacerte, el momento de demostrarte que me importabas más que nada. Pero el momento salió volando, pues no te lo quisiste poner porque esa lana te picaba el cuerpo. Aquí fue cuando comencé a odiar a mis padres y a la ropa de monaguillo que me compraban. El maldito jersey me había estropeado la noche de ser romántico. Desde entonces no volví a usar ese jersey. Tal vez algún día vuelvas a decirme que tienes frío, y estaré preparado. Porque yo soy así, paciente, espero a que lleguen las oportunidades, y cuando ya no puede estar más claro que es una oportunidad, la dejo pasar. Y pienso, ya cogeré la siguiente. Así que seguí pasando enfrente de tu portal aunque fuese el camino más largo por si la casualidad nos encontraba.
Yo sabía que tendría alguna posibilidad porque en las batallas me disparabas las bolas de arena más fuerte que al resto, y eso quería decir claramente que te gustaba. También podía ser que no te cayese bien, pero prefería pensar que sentías lo mismo y que por eso tampoco me decías nada. Y fueron pasando los días, y momentos que escaparon dejando nuestra historia en páginas en blanco, quizá uno de los mejores romances que jamás se haya escrito y que todavía no se ha vivido. Momentos de escondernos bajo los velámenes de un barco, sudando y sin aire, y con el silencio de mi corazón a golpes. De noches estrelladas junto a un faro dormido, de las fiestas de tu vecino con canciones de maná. De los besos con sabor a pipas con sal, de las azoteas de caramelo a poca altura, de la contraseña de tu teléfono.
Los niños fueron soplando tartas con más velas, y menos chocolate, y en el espigón de sus sueños siguieron persiguiendo momentos inalcanzables, entre intentos de colarse en una sesión gratuita de cine, perseguidos por perros de raza de la oportunidad. Entre aparcamientos secretos, clases de astronomía, y un muro en el que imparten clases de sexualidad. Esos fueron días de amaneceres de regreso en un autobús con olor a whisky y pizza, donde la resaca de muchos se ahogará en el alcohol del día siguiente. Pero no es bueno mezclar corazón con jameson, porque sólo he regresado para recordarte. En ese mismo parque ahora de columpios nuevos y bancos pintados donde no estás tú, a esa playa de huellas y horizontes desconocidos, donde ahora me tumbo sobre la arena para recordar. Y las imágenes recorren de nuevo mi cuerpo, las noches de feria, los allanamientos de morada para conocerte, nuestro paseo a solas por el puerto, mi rescate, y el te quiero que te dije con la mirada. Hay tantas declaraciones a personas que no he amado, y tantos silencios a las que he amado.
Quizá fuimos demasiado jóvenes, quizá demasiado viejos, pero al menos éramos nosotros.

Cierro los ojos y te veo, te recuerdo, callo y te sonrío, porque el tiempo no me enseñó a ser valiente.   



SANTIAGO DE HEVIA

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