Es imposible adivinar qué
pudo suceder aquella noche.
Todo comenzó como un día
cualquiera, paseaba yo con mis zapatos llenos de piedras entre
jardines y diarios adolescentes cargados de poemas emborronados por
el olvido. Las letras que cantaba mi mp3 en mi oído, me hacían
caminar de forma diferente, me di cuenta por la expresión que ponía
la gente al cruzar nuestros caminos. Dejando a un lado la vergüenza,
hacía una reverencia y me alejaba con una sonrisa. Cuando llegué a
la oficina subí por las escaleras las cinco plantas hasta el
despacho, me sentía fuerte y joven aquella mañana, cuando iba por
la tercera empecé a notar que quizás podría estar haciéndome un
poquillo mayor, me senté sudando en la silla giratoria, abrí la
ventana para que pudiesen escaparse los sueños, y encendí el
ordenador. Como odio este ordenador, su pantalla azulada y sus hojas
tristes y frías.
Durante el almuerzo
salimos a la calle a respirar el aire puro de una ciudad cargada de
humo, acompañé a Carolina a por un café decente al bar Ripoll,
porque odia los de máquina, pedí una coca-cola y mientras me daba a
probar sus tortitas con sabor a corcho, charlamos durante apenas unos
minutos sobre trabajo, gente del trabajo, la crisis, y poco más.
Carolina es una joven de mi edad, aunque aparenta tener tres o cuatro
años menos. Al principio no me había fijado especialmente en ella,
hasta enterarme que varios de la planta iban detrás. Fue como
lanzarme un desafío, ver quién puede ganar, quién es el mejor. Fui
ganando puntos con pequeñas dosis de mostrar interés, hacerme el
interesante, y de ser indiferente. Y aquel día me dejó en bandeja
la oportunidad, me comentó que quería ir con unas amigas a ver una
interesante exposición cerca del centro, así que le propuse dejar
plantadas a sus amigas e ir juntos, luego si le apetecía podíamos
rematar la noche yendo a cenar algo. Me miró con gesto pícaro, pero
no me dijo sí, tan sólo un… “uhmm, no sé, ya veremos.
Llámame luego y te digo algo”. Comprobamos que ambos teníamos
nuestros números de teléfono, yo adiviné en su mirada que esperaba
esa llamada, y regresamos a nuestras pantallas azuladas de hojas
tristes y frías.
Cansado de estar sentado
durante horas mirando fijamente el mismo punto, llegué a casa, me
tumbé y cerré los ojos. Tenía pensado descansar una hora y luego
llamarla, pero entonces sonó mi teléfono, un 646 desconocido. Un
viejo amigo que había estado haciendo cursos durante casi dos años
en Cuba y ahora estaba de nuevo en la ciudad, me llamaba para ver si
me pasaba por una pequeña fiesta que iba a dar en su casa. Pensé en
pasarme un rato, tomarme una birra y luego llamar a Carolina. Cuando
llegué a su piso y me abrieron, el humo apenas me dejó ver las
paredes o el suelo, busqué a mi viejo amigo al que apenas reconocí,
nos abrazamos, me invitó a una steinburg helada y me presentó a las
otras diecisiete personas que había en la fiesta, de las cuales
catorce ya iban demasiado colocadas para hablar. Pero empezaron a
contar anécdotas de sus viajes, de sus experiencias, y sin darme
cuenta me dejé llevar por la magia de sus historias, de la nieve y
la hierba. Era tan estimulante, me sentía como un niño, atónito,
presa de aquellas aventuras. Sentía mi vida un día a día
cotidiano, extremadamente aburrida y sin nada que contar. Casi
alcancé a revivir esas historias mientras las contaban. Entre risas,
caladas, y tragos, volamos a un mundo en el que nos encontrábamos
todos nosotros en armonía, sin pesadillas, sin preocupaciones,
simplemente viviendo y disfrutando el presente.
Las últimas imágenes
que recuerdo son el sofá rojo de cuadros, alguien hablándome del
sentido de la vida y el espíritu, mis oídos escuchando palabras
desordenadas, mi mente hablándome y diciendo: ¡contesta! Pero
apenas lograba pronunciar alguna palabra sin sentido. Respuestas que
no coincidían con preguntas, más cerveza, sonrisas, miradas
ausentes y risas que escapaban a mi comprensión. Alguien me vio
durmiéndome en silencio y una voz femenina se ofreció a llevarme a
casa. Era un coche blanco, pequeño, con un olor raro. Las luces
cegadoras de los semáforos pasaban veloces, y el viento me azotaba
la cara. De repente me ponía a sonreír o me imaginaba que estaba
sonriendo, y en medio de esa gigantesca avenida, por la que había
pasado infinidad de veces y que ahora desconocía, me enseñaste a
besar. Subimos a un portal oscuro en un viejo ascensor donde el calor
nos hizo prescindir de alguna ropa innecesaria. ¿Estoy en mi
casa? Me pregunté. Pero el olor a incienso de un mini estudio
desordenado, me azotó los sentidos. Recuerdo sus sábanas verdes, su
poster de John Lenon, su piel desnuda, los lunares de su espalda, y
los quejidos de una cama queriendo echar a volar.
En el frío silencio
decido escapar, y me encuentro como un solitario ladrón en la noche,
tratando de regresar a mi casa perdida en una inmensa ciudad. Mareado
y con ojos cansados, avanzo por calles que se repiten una y otra vez.
Yo ya había pasado por aquí, quizá esté caminando en círculos,
quizá me adelanto a lo que realmente está ocurriendo. Y
continúo arrastrando los pies sobre calles infinitas. Ya en casa,
solo, tirado sobre el catre y sin fuerzas para desnudarme, me digo al
oído: Qué suerte tienes de seguir vivo, chaval.
Y me duermo feliz,
sabiendo que al menos esta noche le he ganado la partida a la rutina.
Si algún día me cruzo contigo por la calle, y me reconoces, no me recuerdes los detalles de aquella noche, pues la incertidumbre de no saber qué ocurrió exactamente le da un cierto misterio especial. Así que si un día te cruzas por mi camino, regálame una sonrisa y sigue adelante.
SANTIAGO DE HEVIA
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