Hay momentos en la vida que aun sabiendo que no acabaran bien, te lanzas al vacío sin pensarlo, son aquellos que rebosan vida y que vivirlos es como pegar un trago de juventud. Aquella noche yo tuve dos opciones, no hacer nada como hago siempre, o morir con ella, y cansado de las dudas y aburrido de mi, decidí que si tenía que morir prefería que fuese corriendo y con sus brazos y su pasión rodeándome.
Era un pequeño pueblo costero de
los que aun te saludas cuando vas al mercado, de árboles libres y columpios
oxidados. Yo era amigo de su padre, nos conocimos en un autobús haciendo un
viaje improvisado para robarle olas al mar, y mi vida siguió en orden hasta que
llegó ella con la fuerza de un tifón categoría 5. Aunque traté de frenar el
viento con las palmas de las manos, el fuego me incendió de locura y ansias por
vivir, y en la noche con la segunda luna más grande del año tomé prestada una
moto olvidando el casco, la sensatez y la cobardía. Conocía de sobra cuál era
su casa porque había ido a desayunar con su padre en diversas ocasiones, hacía
esquina en la calle de los pescadores, y allí estaba ella esperándome frente a
la puerta verde, con su sonrisa y su mirada risueña como la de un gorrión en su
primer vuelo.
Aceleramos sin mirar atrás, dejando
tras nuestra estela cualquier atisbo de miedo o preocupación. Y mientras las
ruedas rozaban el asfalto virgen, el mundo se extendía por nosotros, cada vez
más salvaje, cada vez más hermoso, donde las estrellas sólo brillaban por miedo
a desvanecerse y perdernos de vista, y compartimos una noche tan íntima con
ellas que nos convirtieron en luciérnagas de oriente para que pudiésemos volar hasta
ellas. No había magia ni milagros, sólo un momento tan jodidamente perfecto que
hasta Dios nos envidió. Volamos directos atravesando la selva hasta una playa
infinita, donde caracolas y corales nos esperaban durmiendo sobre la arena, y
hundimos nuestros pies para sentir el latir de la tierra, que se acompasó con
el nuestro. Hablamos durante horas que eran segundos, y nos fuimos desnudando
con las palabras para conocernos. Estar a su lado era igual que estar con uno
mismo, solo que en mejor compañía. Y planeamos huidas con veleros de botella
hacia tierras desconocidas, dibujando nubes y conteniendo besos nos quedamos
despiertos en un sueño para aprovechar cada suspiro.
Nuestras miradas se perdieron en
un horizonte lejano de luces de tormenta que se aproximaban, estábamos
incomunicados, el tiempo nos olvidó, y nadie ni nosotros mismos sabíamos donde
diablos aterrizamos, debíamos regresar. De camino, la tormenta nos abordó con
un solo propósito, la lluvia golpeaba intentando borrar nuestros recuerdos. Mientras
las ruedas resbalaban por caminos de barro y tus puños se apretaban cada vez
más tratando de aferrarte al sueño, yo apenas conseguía ver, me perdía una y
otra vez en pensamientos intentando comprender qué era real, por qué el cielo
nos estaba castigando, si no éramos culpables por vivir qué hacíamos aquí, ¿habíamos
traicionado a Dios por robarle la tierra para tener nuestro momento perfecto?
De pronto un rayo nos atravesó haciéndonos caer al suelo, y sentí mi cuerpo
hacerse pedazos infinitos como el miedo de una estrella, sólo pude contener una
mirada que gritaba inmóvil en el silencio como las luces de un coche patrulla se
llevaban a mi ángel con las alas cortadas hacia las sombras. Me robaron lo que
antes yo había robado, y lo llegué a sentir tan cerca, que comprendí que me
había quedado sin nada, desnudo, muerto sobre un charco de cristales y ceniza,
pero esa noche dormí feliz, dormí para siempre, con el recuerdo de una vida
escrita en una huida.
SANTIAGO DE HEVIA
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