No hay mayor verdad que la que escuchas en
el viento. Susurros que te trasladan a otros lugares,
nuevos besos y nuevas paradas de autobús.
Y así crecí, callejeando despistado por
mentiras cargadas de verdades. Mientras las lecciones del profesor y los
sermones del párroco los domingos se disipaban como el eco que se aleja hacia
el silencio, yo di mis primeros pasos con cantares, aprendiendo a soñar con un ojalá y recordando tus ojos de gata en el rompeolas que rompía nuestros cuerpos. Rabioso
de celos de mi guitarra,
fui sumiso cada vez que tú me estabas atrapando
otra vez, y un diablo con el corazón
tendido al sol que aguardaba temblando a robarte. Atarme las botas fue
sencillo cuando supe que mi única salida sólo podía ser la huida, y no dudaría en perderme de nuevo en la carretera que lleva a morirme contigo.
Mis primeras palabras fueron todos sus
versos, mis aventuras sus melodías, y mi primer amor era una nueva en cada
canción. Por eso, aunque hice esfuerzos sobrehumanos, no pude recordar los
reyes godos, la geografía o las tablas de multiplicar, los libros ardían como
cuchillos y las pizarras volaban como bandadas de gorriones atados, pues
en ese momento mi mente tocaba la canción más hermosa del mundo.
Sus letras fueron modelando mi alma, mi
propia voz y mis palabras. Y guiado por sus voces que enmudecían al mundo
cuando más gritaba, me reconocí reviviendo cada historia. Con ellos aprendí a
respirar aromas de ciudad, a reír por todo y a llorar por nada, a desgastarme
los labios a besos, a olvidar sin dejar de recordarte, a robarle la suerte a la
muerte, a bailar en los acantilados, a volar entre las sábanas, a sentirlo todo
con una mirada, a gritar, a correr, a escribirte que con ellos...aprendí a
vivir.
dedicado a mis Maestros sin título ni vocación, que nunca conocí.
Santiago de Hevia
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