Todos decían que
era un inconsciente, que era un muchacho despistado viviendo en un mundo poco
realista. Quizá lo más probable es que tuviesen razón. Él era todo eso, y mucho
más. Incapaz de prestar atención a lo que le rodeaba. No es que quisiese llevar
siempre la contraria, simplemente no pretendía encajar, no buscaba que le
aceptasen, porque sólo quería ser él mismo. Le parecía que querían crear una
imagen tan plastificada, tan irreal, que huyó asustado de los sabios consejos.
Y rechazando toda estrella a la que seguir por el desierto, se perdió entre las
dunas de su imaginación. Mucho más irreal que el anterior, pero desde luego
mucho más fascinante.
Un desierto sin
sombras que le acechasen, sin engaños ni espejismos, con una Libertad tan
cegadora que probablemente acabaría con su vida. No estaba dispuesto a
convertirse en un grano de arena más, en el resultado de la ecuación, en un
eslabón de la máquina de producción. Él corría para salvar sus recuerdos, para
proteger sus sueños y sus sonrisas, porque sabía que si ellos lo alcanzaban, le
dejarían vacío, sin alma, hueco como una figurita fácilmente maleable. Se
perderían todas las noches de luna, todas las caracolas, todas las ramas del
árbol, todas las plumas del cielo, las gotas de lluvia, las miradas, los
escondites y los aullidos. Se perdería toda la magia. Por eso, decidió
conversar con el silencio, y fue creciendo experimentando lo que era invisible
para los ojos, pero no para el espíritu.
Era un mundo que
no conocía lo imposible, al no haber nadie que frenase con el veneno del “Nopuedes” sus ansias por vivir, exprimía
cada lágrima de mar, cada destello. Y pasó su vida en los tejados de su
colegio, saltando de fantasía en fantasía, desafiando a toda influencia que no
fuese el murmuro del viento y el batir de unas alas sin nido. No existía el
tiempo como tal, cada segundo podía durar una eternidad, y cada eternidad un
suspiro. Y siguió cruzando horizontes sin billete de vuelta, aprendiendo a cada
paso lo que ni mil libros te podrían enseñar. Aprendió a mirar, aprendió a
escuchar, pero sobre todo aprendió a sentir.
Las lunas
siguieron pasando en este mundo que tanto le cautivaba, entre montañas,
castillos y cavernas, atravesando veloz el firmamento sin miedo a nada que
perder. Los límites de su propia existencia no se reducían a las extremidades,
sino que iban mucho más allá, pudiendo acariciar el cielo con la yema de los
dedos y el alma desnuda con la piel. Y aunque no paraba a pensar dos veces cuál
sería su próxima aventura, no sería justo tacharle de insensato o valiente, ya
que en aquel lugar no existe control, todo está sujeto a un equilibrio desordenado,
un conjunto de infortunios que cobra sentido al final de todo. Esto le llevó a
arriesgarlo todo casi hasta la muerte, pues tan sólo poseía su vida. Se
enfrentó a espectros, a pesadillas del pasado, a gigantes de vidrio y hielo. Sobrevivió
a huracanes, a pescadores de sueños, a noches de soledad, de humo, ruido y cicatrices.
Y siguió sin mirar atrás, arrastrado por olas que querían devorarle, por frías
crestas escarpadas, hasta lo más profundo de un desierto sin sombras.
Entonces…apareció
Ella, y todo cambió.
SANTIAGO DE HEVIA
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